A NUESTROS DIFUNTOS
que nos miran desde arriba,
¡cierto! que es cierto.
Cuando se enciende una estrella,
cuando aparece un lucero,
cuando el sol sale de día
y cuando la luna de noche
su cara nos ilumina…
son ellos, los que nos miran,
los que se fueron.
Nos cuidan y protegen,
porque nos quieren;
enjugan nuestras penas,
nos ayudan en la inercia,
nos avisan en los males,
interceden por nosotros
y nos muestran sus amores.
Ausentes por la muerte,
¡dolor y llanto!
perviven en nosotros,
¡alegría y canto!
misteriosa presencia
de nuestros muertos;
¡protectores nuestros!.
“El hombre no se explica por la NADA, necesita ETERNIDAD”
Visita a los cementerios, recuerdo de nuestros seres queridos, una oración por los que nos precedieron y que ya atravesaron la muerte para la vida definitiva: Un modo de mostrarles nuestra cercanía, nuestro afecto y nuestro agradecimiento… una manera de reconocer que no han quedado reducidos a la nada… Esperanza para nosotros mismos y para la humanidad… El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos; todas las culturas viven la realidad de la muerte con diversidad de rituales, pero en todas se vislumbra que es el acontecimiento principal de la vida; sin embargo, en nuestra sociedad se quiere ocultar o disimular el “hecho de la muerte” y a pesar de ello, incluso inconscientemente, buscamos algo donde agarrarnos, que nos invite a esperar; un signo que nos inspire consolación y nos abra algún horizonte, algo que nos ofrezca un futuro, pues la nada no nos satisface. La realidad de la muerte nos concierne a todos y al visitar las tumbas en este día y leer “las inscripciones” se agolpan los recuerdos de cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Al recordarlos tenemos necesidad de entrever un camino marcado por la esperanza.
Jesucristo nos
ilumina a los cristianos en esta búsqueda: “No se turbe
vuestro corazón, creed en Dios, creed también en Mi. Voy a prepararos una
estancia…” “Dios amó tanto al mundo que entregó a
su Unigénito, para que todo el que cree en el no perezca, sino que tenga vida
eterna”. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”, dijo, Jesús, al buen ladrón. La
Magdalena y los de Emaús anunciaron jubilosos que Jesús había resucitado ¡Hemos
visto al Señor! Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él
mismo cruzó: “Yo soy la resurrección y la vida, el
que cree en Mi tendrá vida eterna” y Él es el Buen Pastor, a cuya guía nos
podemos confiar sin miedo alguno, porque conoce bien el camino, incluso a
través de la oscuridad.
Nuestros difuntos
nos ayudan a sentirnos parte de la larga historia de la humanidad en esa línea
concreta que es nuestro árbol genealógico. Por ellos formamos parte de esta
realidad que vivimos, costumbres, rasgos, estilos… todo lo que nos identifica;
por ellos entramos en una cadena de lucha y amor por la vida; ellos nos
conectan a una serie de dones y conocimientos compartidos, gratuidades y
resistencia por las que somos lo que somos. Ellos, sus vidas y testimonios nos
hacen reconocer agradecidos cómo la mano de Dios nos sostiene en el caminar y
nos espera en el abrazo de paz definitivo en el que nos encontraremos con
ellos. Nuestros difuntos merecen la memoria, el reconocimiento y el afecto de
todos los que vivimos, pues formaron parte de nuestra vida, venimos de ellos en
nuestro ser y quehacer… Ellos nos trasmitieron, también, la fe en Jesucristo,
el amor a la Virgen, el que pertenezcamos a la Gran Familia de los Hijos de
Dios y así nos abrieron a horizontes eternos.
El día de los difuntos mantiene todavía: una dimensión popular que no debía ser sustituida por ninguna importación; una dimensión religiosa que, en la pluralidad de nuestra sociedad, debe ser cada día más respetuosa con la diversidad de expresiones; una dimensión festiva, que está mezclada con ribetes de tristeza por la misma ausencia, pero también de esperanza en la vida definitiva, que ellos ya viven y nosotros esperamos, pues ni queremos ni podemos ser reducidos a la nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario