El
evangelio que acabamos de escuchar nos ofrece una reflexión interesante. La lepra era, en aquella época, una
enfermedad terrible, no sólo por su manifestación física, sino más por la
explicación de su origen, enfermar era resultado del pecado, y esta, más aún
era un “castigo de Dios, porque se había hecho algo malo” (“algo habrá hecho”);
además la lepra era incurable llevaba consigo el aislamiento, ya que era
contagiosa, y eran expulsados a las afueras de los pueblos y ciudades, hasta
que les llegaba la muerte. Ser leproso, era pertenecer a una población marginal
y condenada a la exclusión mientras su enfermedad no fuese curada. En la
actualidad es una enfermedad erradicada, aunque sigue existiendo en pequeños
círculos, para la mayoría desconocidos. (Dimensión física, social y religiosa).
La curación de los diez leprosos no es fruto de un rito mágico, o de un juego de manos que hace Jesús, la curación se debe a la confianza que los diez tienen en la capacidad de Jesús de hacer posible lo imposible. Sin embargo, más importante que la curación es llegar a comprender lo que esa curación significa, y esto no lo comprendieron todos los que fueron sanados. Sólo uno (un samaritano, un extranjero hereje para los judíos) además de ser curado y ser devuelto a la vida normal, es capaz de ver en la curación un acto del poder de Dios. Los diez han compartido una misma experiencia: la de la curación, pero sólo uno experimentará la salvación, que es la auténtica y verdadera curación que necesita todo hombre, pues es la que lo capacita para volver y dar gracias a Dios de lo que le sucede. El definitivo milagro de Jesús, fue lograr que uno de ellos no solo se alegrara por ser curado, sino que fuera capaz de reconocer la presencia de Dios en todo lo que le había pasado.
La experiencia de la salvación es una
experiencia que, felizmente, siguen teniendo muchas personas, en nuestros días,
pero son muchos más los que no sólo no llegan a tenerla, sino que ni siquiera
sienten la necesidad de experimentarla, porque su salvación está puesta en
otras cosas.
Nuestra
reflexión podríamos encaminarla también por la línea de lo que significa ser
personas agradecidas. El ser agradecidos, se nos enseña desde
pequeños, todos hemos aprendido a decir gracias cuando recibimos algo, más
adelante cuando vamos creciendo aprendemos a descubrir que el agradecimiento es algo más que decir gracias… es una
actitud del corazón. El corazón agradecido es aquel que es capaz
de actuar desde el supuesto de que no lo tenemos todo, que necesitamos más
cosas de las que creemos, necesitamos de los que nos rodean, y esa actitud nos
lleva a ser agradecidos por lo que recibimos de forma gratuita. Y, además, el
agradecido suele ser él al mismo tiempo generoso ya que si soy capaz de
reconocer que necesito de los otros, aprendo que puede haber otros que
necesiten de mí, y estaré dispuesto a dar lo que me pidan y a compartir lo que
tengo.
Podríamos hoy examinarnos sobre
nuestro ser o no ser agradecidos. En nuestra vida podremos descubrir muchas
circunstancias en las que el otro nos hace el bien, pero no sé si solemos o
sabemos estar a la altura. De los diez del evangelio sólo uno fue capaz de
volver a dar gracias y demostrar con su presencia su disposición a hacer lo que
fuera por aquel que lo había salvado. Sólo uno tenía el corazón agradecido como
para expresar ese agradecimiento.
El
agradecimiento del cristiano, el agradecimiento del hombre de fe, siempre va
dirigido en última instancia hacía Dios, ese Dios que nos quiere, y al que le
debemos tantas cosas. Por eso en la Eucaristía de hoy, que es
también acción de gracias, le agradecemos al Señor, todo lo que hace por
nosotros.
¡Te
damos gracias Señor, y te pedimos que nos des un corazón agradecido y generoso!
Se lo pedimos al Señor, al tiempo que recordamos a los que menos tienen, a los
que están solos, a los enfermos especialmente a los que conocemos o son de
nuestras familias.
Antonio Aranda Calvo.
Sacerdote.