LECTURAS: Isaías 43,16-21; Salmo 125:
“El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. Filipenses 3,8-14.
Evangelio de San Juan 8, 1-11.
Antes de entrar
en la Semana de la Redención, este domingo pone ante nuestros ojos el proyecto
inaudito e irrepetible de nuestra Salvación y que se va a realizar en la Muerte
y Resurrección de Cristo, así nos predispone a vivirlo. Encontraremos los tonos
más íntimos de ese
proyecto por el que quiere renovar todas las cosas y perdonar hasta el fondo
del ser, sin otra contrapartida que nuestra disponibilidad.
Isaías
recuerda
la liberación de Israel. No hay cosa más grande para ese pueblo que revivir la
actuación de Dios con ellos. Pues bien, lo que Dios va a hacer por nosotros,
por la humanidad y por la historia… será inmensamente más. Y este Dios cumple
lo que promete. Cuando los cristianos recordamos la intervención de Dios en la
historia de Jesús y especialmente su muerte y resurrección, vemos cómo Dios no
se ha dormido, sino que siempre está dando vida donde los hombres sembramos
esclavitud o tragedias.
Después
Pablo, en
un texto muy valioso, nos dice que haber “conocido” a Cristo es
haber experimentado la fuerza del amor de Dios. Y conocer es más que el
conocimiento intelectual… es experiencia de Dios, entrega y donación a Él; algo
como la misma experiencia del amor entre hombre y mujer. Pablo en Cristo ha
sentido la verdadera liberación de todo lo que mata y esclaviza en este
mundo.
Y llegamos
al Evangelio: El pasaje de la mujer adúltera es una pieza maestra de la vida de Jesús; en
el A.T. el Levítico dice: “si adultera un hombre con la mujer de su prójimo,
hombre y mujer adúlteros serán castigados con la muerte” (Lv 20,10); y el
Deuteronomio, exige: “los llevaréis a los dos a las puertas de la ciudad y los
lapidaréis hasta matarlos” (Dt 22,24). Esta era la Ley. Está claro que Dios esto no lo ha exigido
nunca, sino que la cultura de la época impuso tales castigos como exigencias
morales.
Lógicamente Jesús no puede estar de acuerdo con la lapidación y la muerte; ni
con que el ser más débil tenga que pagar públicamente. La actuación de Jesús
pone en evidencia una religión y una moral sin corazón y sin entrañas. A Jesús
le indigna la “dureza” de corazón de los fuertes, que se oculta en el
puritanismo de una ley tan injusta como inhumana.
¿Dónde estaba el compañero de pecado? ¿Solamente los débiles -en este caso
la mujer- son los culpables? Para los que hacen las leyes y las manipulan
sí; pero para Dios, y así lo entiende
Jesús, no es cuestión de buscar culpables, sino de rehacer la vida, de
encontrar salida hacia la liberación y la gracia. Los poderosos de este mundo,
en vez de curar y salvar, se ocupan de condenar y castigar. Pero el Dios de
Jesús siente un verdadero gozo cuando puede ejercer su misericordia. Porque la
justicia de Dios, muy distinta de la ley, se realiza en la misericordia y en el
amor consumado.
Aquella mujer había perdido su dignidad
y la acusan; a Jesús solo le importa
devolvérsela para siempre. Eso es lo que hace Dios siempre con sus hijos. Dios es liberador para cada uno de
nosotros y en nuestra situación concreta… de nada valdría proclamar las
actuaciones de Dios, la liberación de Egipto… si ahora no se apiada y escucha
los clamores y penas de los que sufren todo el peso de una sociedad y una
religión sin misericordia. Jesús, pues, es el mejor intérprete del Dios de la
liberación.
“El que esté libre de pecado tire la primera
piedra”… no
todos aquellos serían adúlteros, ciertamente, pero sí pecadores de una u otra
forma. Entonces, si todos somos pecadores, ¿por qué no somos más humanos al
juzgar a los demás? No es una cuestión de que hay pecados grandes y pequeños.
Esto es verdad. Pero los grandes pecados también piden misericordia, y desde
luego, ningún pecado ante Dios exige la muerte. Por tanto deberíamos
pensar que toda religión que impone la pena de muerte ante los pecados… deja de
ser verdadera religión porque Dios no quiere la muerte del pecador sino
que se convierta y viva.
Antonio Aranda Calvo. Sacerdote.