01. La fe cristiana nos dice que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo y que Dios habita en él; nuestro cuerpo está llamado a contemplar cara a cara a Dios por la Resurrección de Jesucristo; nuestro cuerpo, aún estando cadáver, merece un verdadero respeto y hasta veneración; pues en este sentido hemos de acompañarle, cumpliendo esta Obra de Misericordia.
02. La muerte de un ser querido nos desgarra por dentro. Los familiares pasan unos momentos difíciles que podrán vencer más fácilmente con nuestro consuelo cristiano. Pues a pesar del dolor, los cristianos nunca estamos o estaremos en una situación desesperada, porque “Cristo ha resucitado, la muerte ha sido vencida” -Jn 20, 1-9-. Creados por Dios somos imagen suya y nos alimenta la esperanza de llegar hasta el Reino Celestial donde viviremos una vida semejante a Él eternamente. Estas verdades, expresadas con cariño y convicción debemos hacerlas presentes en el acompañamiento a los familiares del difunto que, dolidos por la tristeza de la separación y con la pena inmediata, pueden olvidar las promesas divinas.
03. Además de ese consuelo espiritual a los familiares, la caridad cristiana (Obras de Misericordia) debe llevarnos a prestarles el auxilio material que precisen en esos momentos y que podíamos enumerar como ejemplo: +Acaso lleven muchos días de vela y necesitan alimento…+Tal vez necesiten localizar a familiares… +La preparación de las exequias cristianas y resolver el mismo enterramiento si no está previsto…+Cuidar de los niños pequeños o ancianos impedidos… y otra serie de detalles que sobre la marcha puedan presentarse.
A veces la estancia en los Tanatorios y aún en el propio domicilio, se convierte en encuentros puramente sociales, sin el más mínimo sentido religioso ni fraterno; nosotros cristianos deberíamos, según esta Obra de Misericordia, darle más contenido cristiano.
Esta obra de misericordia está representada en el retablo mayor de la iglesia de la Santa Caridad, de Sevilla. Es la obra de tres grandes artistas: la estructura fue ejecutada por Bernardo Simón de Pineda; la parte escultórica por Pedro Roldán; y la pintura y el dorado por Juan Valdés Leal. Todo el conjunto fue realizado entre 1670 y 1674.
Antonio Aranda Calvo. Sacerdote
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