Fresco en la cúpula del santuario Memorial de Betfagé
(Próximo al Monte de los Olivos)
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
En
la liturgia del Domingo de Ramos se da un sonoro contraste: por un lado los
gritos de alabanza, “Bendito el que viene en el Nombre del Señor” cantos de “Hosanna en la Alturas” de cuantos se sienten salvados por
Cristo: ciegos, cojos, pecadores, desvalidos…, niños, jóvenes, hombres y
mujeres que ven en Jesús el “camino, la verdad y la vida”, que descubren en sus
ojos la Misericordia de Dios y por ello la Esperanza de la vida eterna…,
personas de toda clase que esperan un libertador y lo han encontrado en el
humilde nazareno, que es verdadero Hijo de Dios; y por otro lado el movimiento
astuto, el susurro malicioso, el duro juicio y la traición dolorosa de quienes
se sienten grandes, superiores, autosuficientes y que ni siquiera necesitan de
Dios, de los que quieren condenar a Jesús y que terminarán consiguiéndolo.
Nosotros hoy proclamemos en lo hondo de nuestro corazón, en nuestro encuentro
con los demás, en medio de la familia…por todas partes clamamos: ¡Jesús es
nuestro Rey y Señor! A Él vamos a seguir desde la Vía
Dolorosa a la Cruz, desde Belén hasta su
Muerte y Sepultura… pero es que sabemos y esperamos con gozo seguirle
también en su Resurrección. Por eso ya le oyen cercanos los cantos, himnos y
melodía que proclaman ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya, ha resucitado el Señor!
La
celebración y las lecturas, en especial la Pasión del Señor, nos han puesto en
buena disposición para darle sentido a toda la Semana Santa: Bástenos recordar
los últimos momentos del relato del Evangelio de San Marcos: hemos escuchado
cómo aquel romano jefe de la patrulla de soldados (un centenar y por ello
centurión) que sólo realizó lo que estaba mandado para los ajusticiados,
asegurándose de que Jesús estaba ya muerto, hemos escuchado aquella confesión
que debe adentrarse en nuestra alma y profundizar hasta lo más hondo de
nosotros: «Realmente, este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15, 39)
clara profesión de fe de quien ni siquiera había conocido a Jesús… pero
le vio morir, expiró ante sus ojos y comprendió que un hombre capaz de soportar
aquellos dolores y de morir así, de
perdonar a los que le estaban ofendiendo, de pedir al Padre por todos, un
hombre así había de ser algo más que
hombre… Por ello este centurión, «al ver cómo había expirado» (Mc 15, 39) después de haber escuchado sus “siete
palabras”, inspirado por la gracia de Dios manifestó que Jesús era El Hijo de
Dios. Tenemos pues el sorprendente testimonio del soldado romano, el primero en
proclamar ante su muerte que ese hombre «era el Hijo de Dios». Tratemos de
confesarlo nosotros también en esta mañana:
Señor Jesús, míranos: hemos
«visto» cómo has padecido y cómo te has entregado por nosotros hasta morir en
la Cruz. Te miramos en la Imagen de Jesús, Nuestro Jesús de Jaén, el Abuelo y
comenzamos a comprender quien eres y cuál es tu Misión.
Tú, fiel hasta el
extremo, nos has arrancado de la muerte con tu muerte.
Con tu cruz nos ha redimido. Tú, que cual grano de trigo has caído en
tierra y has muerto amado… morir de amor.
Miramos a tu
Madre María, nuestra madre dolorosa, Ella es testigo silenciosa de aquellos
instantes decisivos para la historia de la salvación. Ella nos acompaña. Nos
enseña, nos consuela y pide comprensión y amor.
Virgen y Madre
danos tus ojos para reconocer en el rostro del Crucificado, desfigurado por el dolor y por nuestros
pecados, la imagen del Resucitado Glorioso.
Ayúdanos a abrazarlo y a confiar en él, para que seamos dignos de sus promesas. Ayúdanos a acompañarle llevando su Cruz, a mostrar su Amor en medio del mundo y proclamar que viven en medio de nosotros.
Ayúdanos a serle fieles hoy y durante toda nuestra vida. Amén.
Antonio Aranda Calvo. Sacerdote.
Nota: A continuación
encontraréis, a modo de epílogo, una presentación del lugar histórico, según la
tradición, donde se sitúan los hechos narrados en el Evangelio. Esta parte se
debe a Don Miguel Mesa Molinos, colaborador valioso en este Blog, a quien damos
las gracias.
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