LECTURAS: Daniel
7,13-14. Salmo 92 “El Señor viene vestido de
majestad”. Apocalipsis1, 5-8. San Juan 13,35-37.
[Mural que cubre la cabecera plana del ábside o trasaltar mayor y presbiterio, en la iglesia de Cristo-Rey, de Jaén, inaugurado en 1956 autor: Francisco Baños Martos (1956)]
Hoy hablamos de Cristo Rey, en trono de CRUZ,
confesamos que fue maltratado y humillado, que se proclama Rey ante Poncio
Pilato, explicitando que no es de este mundo. Ni mucho menos podemos ver a
Jesús como un rey terrenal que vence al enemigo en el campo de batalla, sino
como un Rey divino que, respetando la libertad del ser humano, gobierna en el
corazón de aquellos que deseamos ponernos humildemente en sus manos. Ese es el
reino del que Jesús habla, bajo el que nosotros queremos vivir… y ese
es su universo: el corazón del ser humano.
En efecto, el reinado de Jesús en nuestra vida lo
mostramos, comportándonos con la humildad que tuvo Jesús mientras predicaba su
Reino de Amor en este mundo, llegando así a morir con Él si preciso fuera.
Esa humildad la sigue teniendo ahora que,
resucitado, está sentado a la derecha del Padre. En palabras de san Juan, es el
reinado del «Cordero degollado» al que el Padre eleva sobre todas las cosas.
Y esto es lo que hoy, en el último domingo del
año litúrgico, celebra la Iglesia, dando paso al tiempo de Adviento.
Cuanto más nos humillamos y anonadamos en nuestro
interior y ante Cristo, más se hace presente en nuestro corazón y en nuestra
vida, como un Rey que nos invita a amar a todos, sacrificándonos por el bien
común. No quiere Jesús las apariencias ni las falsas humildades… más bien lo
que Pablo decía a los cristianos de Galacia: «con Cristo estoy crucificado: y no vivo
yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19-20). Así, el Apóstol
dejó que su «yo» muriera, para que el corazón estuviera gobernado por un solo
Rey: Cristo.
Como vemos, la celebración de Jesucristo Rey del
Universo nos conduce hacia una experiencia mística, la de unirnos tanto a Jesús
que sintamos que Él ocupa todo nuestro interior y, así, pase a ser nuestro Rey
en esta vida. Y esta unión llega a su plenitud cuando tras nuestra muerte,
resucitados con Cristo, podamos disfrutar del Reino Celestial junto a la
Virgen, los santos y los ángeles, mostrando nuestro amor a Jesús y cantándole alabanzas.
Pero esto no se alcanza sólo con nuestras propias
fuerzas, sino sobre todo con la ayuda del propio Jesús, que nos atrae hacia sí
cuando nosotros nos ponemos en sus manos. Pidámoslo así y recordemos de nuevo
el inmenso abajamiento que mostró el Señor al morir en la Cruz, camino que
debemos recorrer para lograr, con su ayuda, que Él sea el Rey de nuestra vida. Es
un camino de sencillez y de amor, y nos
conduce a la plena y eterna felicidad, de la cual podemos experimentar
un pequeño anticipo aquí, en este mundo, si ahora dejamos que Jesús sea el Rey
de nuestro corazón.
Así que, Jesús es Rey, no sólo porque gobierne el universo como Dios, sino porque
nosotros, libremente, le dejamos que sea el Rey de «nuestro universo», es
decir, de nuestro corazón y de toda nuestra vida.
Antonio Aranda Calvo. Sacerdote.
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